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viernes, 17 de marzo de 2017

¡Vamos a morir solos!


Mi despacho se conoce entre los compañeros de oficina como el confesionario. Por allí pasan otros trabajadores de la empresa que están en otros centros a contarme sus problemas laborales. Que si el jefe no me hace caso, que si el jefe me hace mucho caso, que si todo se podría solucionar si todos aportáramos algo de dinero para contratar a un sicario. Las típicas reivindicaciones laborales. Pero claro, el roce hace el cariño, y algunos aprovechan para soltarme también penas de su ámbito más íntimo. A la mayoría me dan ganas de gritarles, como diría Ignatius Farray, "¡vas a morir solo!", pero me controlo y asiento con la cabeza mientras me cuentan lo cabrones que son sus hijos o sus parejas. Las mujeres se decantan por "mi marido es una calamidad" y los hombres son más de "mi mujer está loca". No me frecuentan hombres y mujeres con relaciones con personas de su mismo sexo, por lo que deduzco que son más felices. O más reservados, vete tú a saber. Los peores son los que se acaban de enamorar y pretenden que me lea los mensajes que intercambian con su nuevo amor. Esto último, aunque cueste creerlo, me ha pasado. No deja de sorprenderme lo que somos capaces de hacer por amor. Me refiero a esos primeros días en que todo lo de otra persona nos parece fenomenal, lo lista que es, esa belleza serena, esa peca al lado del ojo izquierdo, todo. En unos meses nos parecerá una cretina, un adefesio con una verruga en el ojo izquierdo que no consigues quitártela de la cabeza, que se la arrancarías a mordiscos. Una peca, decía. ¡Vamos a morir solos!

"Soportaría gustosa una docena más de desencantos amorosos, si ello me ayudara a perder un par de kilos". Colette

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